Me esforzaba cada noche en imaginarme que los misiles eran estrellas fugaces. Romanticé la guerra, y siempre pedía el mismo deseo: que este sufrimiento acabara pronto para mí y mi familia. Un día una de las estrellas cumplió mi deseo, acabo con todo, reduciendo nuestro hogar a escombros. Siempre le pedí un fin, nunca le especifiqué cual.

Ella se sentía sola, incompleta. Acariciaba las espigas de trigo que movidas por el viento le devolvían unas agradables y juguetonas cosquillas en las palmas de sus pequeñas manos. Fantaseaba. Se sentaba junto al lago y se imaginaba a su príncipe sentado al lado, sobre aquella roca caliza algo aplanada por el viento y el paso de los años. Una mañana de primavera mientras la republicana que aún no sabía que lo era repetía su rutina, una rana color verde hierbabuena salió de las aguas: “bésame, me convertiré en un apuesto príncipe. Viviremos juntos, y tendremos muchos hijos, tú podrás dejarlo todo y quedarte en palacio, cocinando dulces pasteles para todos. Seremos felices toda la vida”. Ella sonrío, la chica que ya sabía que era republicana miró al cielo pensando en lo que toda la vida había deseado y respondió: “Lo siento, pero prefiero tener una rana habladora”.

Estaba empapado en sangre, y no era capaz de comprender porque semejante castigo a mi humilde crueldad. El agotamiento me nublaba la vista. El me miró directamente a los ojos, con rabia; entonces, yo me pregunté si nos habíamos visto antes, si podía había hecho algo malo sin percatarme, si había lastimado a esa persona sin quererlo. Entonces, sin tiempo a reaccionar, sin tiempo a darle una vuelta más en mi pensamiento, la fría hoja de acero me atravesó ante la mirada indiscreta de toda la plaza.